Quiero compartir esto que se coló en mis manos. Para respetar el anonimato de la chica que lo escribió, supongamos que se llama Karla.
Hoy desperté abrumada por la obscuridad de la madrugada, aturdida, desubicada. Lo primero que pensé fue ¿Acaso estaba soñando? Por unos segundos me alegré, aquello por lo que estaba sufriendo, era tan sólo un sueño, ¡claro!, no era la primera vez que me pasaba. Pero la oscuridad se disipó, mi mente se aclaró y en tropel, como crueles disparos uno tras otro, recordé. Recordé porqué mi almohada estaba aún húmeda, recordé porqué llevaba días sin comer (aunque para alguien gorda como yo, no afectara), en breve sentí las punzadas en mis pies. Las heridas y la sangre pegada a mis sábanas, que me salieron por caminar, correr, en un sinfín de emociones durante horas, sin rumbo fijo, sin claridad, sin saber que quería, a dónde iba y sin que me importara realmente. Recordé todo, se me aprisionó el aire en el pecho y me desperté por completo. Las 4:55 am.
Mi mente, más veloz que mi razón, se puso a trabajar. Me acosó con preguntas, me acosó con recuerdos, me acosó con reclamos.
Y en ese momento, ese momento a oscuras, con nadie más que sólo yo, me abracé, me encogí en la cama con las rodillas en el pecho, como si de un feto se tratara y sentí el dolor más intenso que hasta ese entonces había experimentado, lo único que susurré fue un “Me dueles”. Y aunque lo más seguro es que sólo yo me haya escuchado, salió desde lo más profundo de mi ser, desde el grito más desesperado de mi alma, salió y no pude más que echarme a llorar como un chiquillo que se ha perdido, sin reparos, sin pensar en nadie más, en la desolación más profunda. «Me dueles», me repetí entre sollozos. Me duele haberte perdido, me duele no haber hecho nada más por ti, me dueles Karla y me dueles mucho.
No era autocompasión, no era conmiseración, no sentía lástima por mí, ni quería la aprobación ni el consuelo de nadie. Sólo me dolía mi “Yo”, me dolía a mí misma, me dolía la Karla que había estado habitando en mí. No era la misma de hace unos años, me perdí en el camino. Me falté al respeto una y mil veces, me humillé, falté a mis principios y por ende le fallé a mis seres más queridos, herí a varias personas, dejé salir a mis peores demonios. Me degradé, pequé contra mi cuerpo, cometí acciones que mi “yo” original, nunca hubiera permitido, obré con malicia, con descaro, no me hice consiente de mi misma, me abandoné, dejé de poner límites hacia mí persona y con los demás, me esforcé en tener, no en ser. Me desprendí de mi amor y lo deposité en la persona menos capacitada. Aún recuerdo la carta-contrato en la que literalmente le entregaba todo, pero el problema no era a quién se lo había dado o lo que había hecho con él; lo que me dolía es el hecho en sí de haberlo regalado, de quedarme sin nada, ni siquiera guardé algo de amor propio para mí. Antepuse mis necesidades, por alguien que me necesitaba. Volqué mis esfuerzos en ver lo que estaba haciendo mal la gente, me quebré la cabeza pensando en qué podía hacer para ayudarla, para calmar su dolor, curar enfermedades incurables. Me convertí en rescatista y salvadora de la humanidad.
Me dolía, sí. Sentí las punzadas del dolor, recorriendo mi cuerpo, deteniéndose en mi estómago, en mi garganta. Me preguntaba, ¿En qué momento dejé de ser yo?, en qué momento maté mis ideales, mis ganas de ilustrar, mis ganas de escribir, aprender, viajar, cuándo fue que perdí el ánimo por nutrir mi alma, por aprender más de mi misma, por hacerle caso a mi cuerpo. Que parte me perdí, cuando de pronto, me encontraba en una depresión disfrazada de pereza, sin ganas de atender mi espacio, sin ganas de cuidar mi persona, sin el ánimo de pedir ayuda.
Silencio. Eso sí lo sabía, no lo había querido reconocer, pero muy dentro mío lo sabía.
Sabía que si pedía ayuda, la respuesta inmediata, sería dejar muchas cosas, muchos hábitos, desapegarme de ciertas personas, trabajar duro y hacerme de una fuerza de voluntad que no sabía de dónde iba a sacar, porque también se perdió conmigo.
Por eso no pedí ayuda, por eso me alejé de todo lo que me recordara que no estaba viviendo bien, por eso me dejé llevar, por eso pensé que no era yo la que tenía que cambiar, era todo lo que estaba a mi alrededor y lo único que hice fue perderme más, a cada paso y en cada día transcurrido, iba ocultando mi ser, mi esencia y me iba pareciendo a alguien más, alguien desconocido, alguien que no era yo y me olvidé. Me olvidé tanto que ésta última tormenta por la que me dejé llevar, me arrastró y me llevó consigo, como un árbol en medio del caudal, porque sí, eso era….un árbol sin raíces.
Así estaba mi yo interno, en esta madrugada. Así que cuando una amiga me dijo: “Antes de estar con esa persona, ya eras Karla” y “Tú eres la responsable de tu felicidad», fue entonces que decidí qué hacer con mi dolor. Irremediablemente va a estar ahí, el tiempo que necesite estar, pero bien dicen que el dolor es inevitable y el sufrimiento opcional. Así que tomaré ese dolor, para impulsarme. Será mi mantra de cada día. Las crisis son momentos de cambio, yo lo he vivido, nadie me lo cuenta. Lo sé y tengo fe en ello. Sé que no es fácil, pero la recompensa es grande. Me quiero encontrar, de verdad que lo quiero hacer, estoy en proceso y usaré todo lo que esté a mi alcance para lograrlo, sé que lo voy a lograr, porque quiero ser una mejor persona, porque sin querer, eso va a beneficiar a las personas que me rodean. Quiero reconciliarme con mi parte de luz y aceptar mi parte oscura, para que no me tome por sorpresa y para resarcir los daños que causé. Y una vez que me encuentre, no me voy a quedar ahí, porque también esa Karla del pasado necesitaba una transformación, pero una transformación para bien.
Aún así, ella será mi aliciente para empezar, mi modelo a seguir. Sé que cuando me encuentre, será maravilloso y sé que el proceso será difícil, pero es un camino, que ya estoy andando y que voy a recorrer hasta el final, para que ese “Me dueles, Karla”, se trasforme en un incondicional “Te amo, Karla”.